jueves, 28 de junio de 2007




Llamar amor a lo que tú y yo hacemos
es cometer una sensiblería
indigna de nosotros, que aún somos amantes.
Eso es mejor que lo hagan los demás,
aquéllos que precisan aguar un vino fuerte.

Lo nuestro es un fenómeno distinto,

sin ningún circunloquio, sin grumos literarios.
Se manifiesta en el arrastramiento
recíproco. Consiste en una prospección
para obtener placer y para darlo,
un hurto generoso que se ofrece egoísta.

Es un duro trabajo en las calderas

de nuestra intimidad, un primitivo
cerco en torno al castillo de la vida.
La carne se alimenta de la carne,
de su mutuo veneno jubiloso.

Lo que hacemos tú y yo no es el amor.

A no ser que se entienda por ello un sacrificio
donde nos ofrecemos a los dioses suicidas
que habitan en el pozo de nuestra propia sangre.

Para nombrarlo habría que incurrir

en palabras que algunos consideran obscenas,
aunque la obscenidad tampoco lo define,
porque no pretendemos aleccionar a nadie
ni sobre el impudor, ni sobre la virtud.

Lo que mejor explica, sin agotarla nunca,

la bárbara pureza del deseo recíproco
es una cacería de animales
y el hartazgo feliz en que se sacian,
con los ojos cerrados contra el tiempo,
en el avaro éxtasis de su feroz banquete.

Para la bestia octópoda que engendramos tú y yo,

son una estupidez los términos pacíficos,
un triste deshonor en la batalla.
No hacemos el amor, desvalijamos
con codicia nocturna en la casa del cuerpo.

Carlos Marzal, Los alimentos corporales


Todos llevamos dentro una fiera dormida, un animal engañosamente apaciguado, que vigila atento cada movimiento del ser amado; un guardián cauteloso y posesivo, que vela y se estremece ante la simple visión, el mero percibir del perfume del amante; un incansable explorador, perdido en el pais aún desconocido que se le ofrece en el cuerpo que desea conquistar; un demonio pícaro, que es incorregible en sus afectos e insaciable en sus querencias; un desmedido apetito, exigente en besos, incansable en caricias, desfallecido de deseo, por el alimento que vive en la piel de quien se ama..

Buenas noches.. y que les alimenten bien.




2 comentarios:

Sofía dijo...

Estas noches de invierno hace frío en la casa,
los techos son muy altos y las paredes viejas,
cierran mal los balcones y la ventisca entra
hasta la misma cama donde espero
a que me venza el sueño y a que el sueño
me arrebate de golpe el libro de las manos,
y así, sobresaltado, me despierto
en medio de las sombras.
Y es entonces cuando comienzo un rito,
un viejo rito íntimo, igual todas las noches:
rezo un avemaría mentalmente.
Durante muchos años esto me avergonzaba.
"¿Qué buscas", me decía, "en oración tan simple?.
Eres un hombre ya, no crees mucho
que el destino del hombre obedezca a unas leyes
divinas ni que el orbe, engastado de estrellas
en las ruedas del sol y de la luna
sea maquinaria de un reloj,
al que un ser bondadoso
da cuerda cada noche en su vasto castillo,
esa vieja mansión que Nietzsche llamó Nada
y Bergson llamó Tiempo.
Es tarde para ti, me digo. Déjale
esa oración a otros, a tus hijos tal vez,
ignorantes aún de lo que sean
las palabras antiguas del arcángel
que anunciaron el Verbo y su silencio
en misterioso griego, según cuenta San Lucas.
No pienses otra cosa. Estás cansado.
Ya es bastante de un día
conocer su final y conocerlo en paz.
Deja, pues, de rezar. Ese viático
no puedes usurparlo, porque, di
¿de qué te serviría? ¿De qué sirve una llave
de la que no sabemos a donde pertenece?".
Son razones que habré dicho mil veces,
pero al llegar la noche,
me acuerdo de otras noches
y el frío de mis pies entre las sábanas
es un frío de infancia, de internado,
cuando oía a mi lado el dulce respirar
en otras camas, y en el cristal la escarcha.
Y al recordar aquellas ya lejanas
noches de la meseta, tan largas,
oscuras y sin fondo,
recuerdo las palabras de los frailes:
"La Virgen del Camino
guiará vuestros pasos donde quiera que estéis:
No dejéis de rezarle y el camino
no será tan difícil. Será para vosotros
linterna en alta mar o una noche de luna".

Y recuerdo que yo, para dormirme,
imaginaba, acurrucado,
debajo de las mantas que pesaban
pero que calentaban poco,
sin moverme siquiera de la parte más tibia
que había caldeado con esfuerzo,
incluso con mi aliento, imaginaba, digo
qué sería de mí, y qué lejanos mares
habría de cruzar, qué extrañas tierras.
Otras veces pensaba si la muerte
habría de llegarme
como a aquél que labrando
un buen día su viña, ni siquiera
de recoger su manto tuvo tiempo,
o en medio de una fiesta, o en el sueño...
Al llegar a este punto
recuerdo que temblaba y pensaba en mi Virgen
de modo que mis labios desgranaban
aquel Ave Maria, gratia plena
con el que yo me hacía
un lecho de hojas secas,
y luego me dormía... para llegar
muchos años después,
a noches como ésta;
noches frías de invierno
donde a solas conmigo voy pensando
y dejando en mi boca, una a una,
las palabras antiguas
de la Salutación, como si fueran
el óbolo que habrá de franquearme
los portales del manto hospitalario
que unos llamaron Tiempo
y otros llamaron Nada.



Andrés Trapiello - Virgen del Camino.




No sabría decirte, Exilio, por qué curiosa asociación de ideas, he leído estos versos y te he recordado. O tal vez haya sido al revés, te he recordado y han caído los versos. Sea como sea, y salvando las distancias... a veces mi descreído "yo" te reza un verso antes de quedarse acurrucado en tu halda, esperando que le des algo de cenar.

No dejo de leerte y, al hacerlo, me pesa la lejanía, los kilómetros que nos separan. Hoy son menos que antaño, lo sé, pero tal como están las cosas, esos kilómetros me pesan como si en lugar de 300 y unas cuantas sierras, fuesen 30.000 y todos los océanos.

Necesito abrazarte ¿puedes creerlo?

Anónimo dijo...

Acaba Ud. de regalarme, Exilio, uno de mis poemas de cabecera, lo será de ahora en adelante. Tiene displicencia y cinismo y dureza; y la ternura corre por debajo, invisible como un río subterráneo.

Le agradezco mucho que me haya descubierto esta composición.

Buenas noches. Que descansen