lunes, 5 de noviembre de 2007


Se diría que las calles fluyen dulcemente en la noche.
Las luces no son tan vivas que logren desvelar el secreto,
el secreto que los hombres que van y vienen conocen,
porque todos están en el secreto
y nada se ganaría con partirlo en mil pedazos
si, por el contrario, es tan dulce guardarlo
y compartirlo sólo con la persona elegida.

Si cada uno dijera en un momento dado,
en sólo una palabra, lo que piensa,
las cinco letras del DESEO formarían una enorme cicatriz luminosa,
una constelación más antigua, más viva aún que las otras.
Y esa constelación sería como un ardiente sexo
en el profundo cuerpo de la noche,
o, mejor, como los Gemelos que por vez primera en la vida
se miraran de frente, a los ojos, y se abrazaran ya para siempre.

De pronto el río de la calle se puebla de sedientos seres,
caminan, se detienen, prosiguen.
Cambian miradas, atreven sonrisas,
forman imprevistas parejas...

Hay recodos y bancos de sombra,
orillas de indefinibles formas profundas
y súbitos huecos de luz que ciega
y puertas que ceden a la presión más leve.

El río de la calle queda desierto un instante.
Luego parece remontar de sí mismo
deseoso de volver a empezar.
Queda un momento paralizado, mudo, anhelante
como el corazón entre dos espasmos.

Pero una nueva pulsación, un nuevo latido
arroja al río de la calle nuevos sedientos seres.
Se cruzan, se entrecruzan y suben.
Vuelan a ras de tierra.
Nadan de pie, tan milagrosamente
que nadie se atrevería a decir que no caminan.

¡Son los ángeles!
Han bajado a la tierra
por invisibles escalas.
Vienen del mar, que es el espejo del cielo,
en barcos de humo y sombra,
a fundirse y confundirse con los mortales,
a rendir sus frentes en los muslos de las mujeres,
a dejar que otras manos palpen sus cuerpos febrilmente,
y que otros cuerpos busquen los suyos hasta encontrarlos
como se encuentran al cerrarse los labios de una misma boca,
a fatigar su boca tanto tiempo inactiva,
a poner en libertad sus lenguas de fuego,
a decir las canciones, los juramentos, las malas palabras
en que los hombres concentran el antiguo misterio
de la carne, la sangre y el deseo.
Tienen nombres supuestos, divinamente sencillos.
Se llaman Dick o John, o Marvin o Louis.
En nada sino en la belleza se distinguen de los mortales.
Caminan, se detienen, prosiguen.
Cambian miradas, atreven sonrisas.
Forman imprevistas parejas.

Sonríen maliciosamente al subir en los ascensores de los hoteles
donde aún se practica el vuelo lento y vertical.
En sus cuerpos desnudos hay huellas celestiales;
signos, estrellas y letras azules.
Se dejan caer en las camas, se hunden en las almohadas
que los hacen pensar todavía un momento en las nubes.
Pero cierran los ojos para entregarse mejor a los goces de su encarnación misteriosa,
y, cuando duermen, sueñan no con los ángeles sino con los mortales.

Xavier Villaurrutia, Nocturno de los ángeles



Caen sobre mí todas las horas de todas las noches, manteniéndome despierta con su lluvia de minutos lentos, repiqueteando en mi boca, resbalando por mi pecho, mojando mis ojos, llenando mis manos de tiempo perdido en una espera interminable. Caen sobre mí los fantasmas del miedo, los espíritus tristes de la desesperanza y la nostalgia, la almas errantes de todos los deseos por cumplir y ahora en suspenso; y se adormecen en un rincón silencioso, los pequeños duendes que me hacían reir con sus traviesos proyectos, y sus sueños inquietos y su incansable risa alimentada por besos y caricias. Caen sobre mí los demonios amables de la apatía; los ariscos ángeles del amor difícil, las doloridas ánimas de la lujuria, cansadas de sentir, agotadas de esperar...


Buenas noches.




Banda sonora, para escuchar a solas






1 comentario:

Juan de Mairena dijo...

Me conmina mi Exiliada favorita a que deje de mirar santos y lea... lea... lea...
Pero estoy tan cansado que sólo me arrastro por el papel. Papel oscuro, sin luz, papel de martes.
Sigo necesitando menos letras, menos papeles. Y más luz, más colores, más risas, más calma.